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Este blog está destinado especialmente a vosotros, mis alumnos y alumnas. Así pues, la idea nace con el propósito de introducir, de manera constante y permanente, las nuevas tecnologías en nuestra área y en nuestras vidas. Pero no sólo eso, el objetivo fundamental se centra en poder desarrollar la creatividad y la autonomía personal a la hora de aprender Lengua Castellana y Literatura. Para ello, os proporcionaré materiales y recursos variados para que investiguéis por vuestra cuenta y os sintáis protagonistas en vuestra propia educación. Mientras, sed felices.

jueves, 26 de mayo de 2016

Muerte de Madame Bovary

Cuando Charles, trastornado por la noticia del embargo, entró en casa, Emma acababa de salir. Gritó, lloró, se desmayó, pero Emma no volvía. ¿Dónde podía estar? Mandó a Félicité a casa de Homais, a casa de Tuvache, a la de Lheureux, al "Lion d'Or", a todos los sitios; y, en las intermitencias de su angustia, veía su consideración aniquilada, su fortuna perdida, el porvenir de Berthe roto. ¿Por qué causa?..., ¡ni una palabra! Esperó hasta las seis de la tarde. Por fin, no pudiendo aguantar más, e imaginando que ella había salido para Rouen, fue por la carretera principal, anduvo media legua, no encontró a nadie, aguardó un rato y regresó.
Emma había vuelto.
Se sentó ante su escritorio y escribió una carta que cerró despacio, añadiendo la fecha del día y la hora. Después dijo con un tosco aire solemne:
-La leerás mañana; hasta entonces, te lo ruego, no me hagas ni una sola pregunta:
-Pero...
-¡Oh, déjame!
Y se acostó a todo lo largo de su cama.
Un sabor acre que sentía en su boca la despertó. Entrevió a Charles y volvió a cerrar los ojos.
Se espiaba curiosamente para comprobar si no sufría. Pero ¡no!, nada todavía. Oía el tic tac del péndulo, el ruido del fuego, y a Charles que respiraba al lado de su cama.
"¡Ah, es bien poca cosa, la muerte! -pensaba ella- ; voy a dormirme y todo habrá terminado."
Bebió un trago de agua y se volvió de cara a la pared.
Aquel horrible sabor a tinta continuaba.
-¡Tengo sed!, ¡oh!, tengo mucha sed -suspiró.
-¿Pues qué tienes? -dijo Charles, que le ofrecía un vaso.
-¡No es nada!... Abre la ventana... ¡me ahogo!
Y le sobrevino una náusea tan repentina, que apenas tuvo tiempo de coger su pañuelo bajo la almohada.
-¡Recógelo! -dijo rápidamente- ; ¡tíralo!
Charles la interrogó; ella no contestó nada. Se mantenía inmóvil por miedo a que el menor movimiento la hiciese vomitar.
Entretanto, sentía un frío de hielo que le subía de los pies al corazón.
-¡Ah!, ¡ya comienza esto! -murmuró ella.
-¿Qué dices?
Movía la cabeza con un gesto suave lleno de angustia, al tiempo que abría continuamente las mandíbulas, como si llevara sobre su lengua algo muy pesado. A las ocho reaparecieron los vómitos.
Charles observó que en el fondo de la palangana había una especie de arenilla blanca pegada a las paredes de porcelana.
-¡Es extraordinario!, ¡es raro! -repitió. Pero ella dijo con una voz fuerte:
-¡No, te equivocas!
Entonces, delicadamente y casi acariciándola, le pasó la mano sobre el estómago. Emma dio un grito agudo. Charles se retiró todo asustado.
Después empezó a quejarse, al principio débilmente. Un gran escalofrío le sacudía los hombros, y se ponía más pálida que la sábana donde se hundían sus dedos crispados. Su pulso desigual era casi insensible ahora.
Unas gotas de sudor corrían por su cara azulada, que parecía como yerta en la exhalación de un vapor metálico. Sus dientes castañeteaban, sus ojos dilatados miraban vagamente a su alrededor, y a todas las preguntas respondía sólo con un movimiento de cabeza; incluso sonrió dos o tres veces. Poco a poco sus gemidos se hicieron más fuertes, se le escapó un alarido sordo; creyó que iba mejor y que se levantaría enseguida. Pero presa de grandes convulsiones, exclamó:
-¡Ah!, ¡esto es atroz, Dios mío!
Charles cayó de rodillas ante su lecho.
-¡Habla!, ¿qué has comido? ¡Contesta, por el amor de Dios!
Y la miraba con unos ojos de ternura como ella no había visto nunca.
-Bueno, pues allá..., allá... dijo con una voz desmayada.
Charles saltó al escritorio, rompió el sello y leyó muy alto: "Que no acusen a nadie." Se detuvo, pasó la mano por los ojos, y volvió a leer.
-¡Cómo!... ¡Socorro!, ¡a mí!
Y no podía hacer otra cosa que repetir esta palabra: "¡Envenenada!, ¡envenenada!" Félicité corrió a casa de Homais, quien repitió a gritos aquella exclamación, la señora Lefrançois la oyó en el "Lion d'Or", algunos se levantaron para decírselo a sus vecinos, y toda la noche el pueblo estuvo en vela.

GUSTAVE FLAUBERT. Madame Bovary

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